martes, 24 de abril de 2007

Hace un año.

“Hoy”, palabra mágica para muchos que leen estas líneas. Bastó un charco. Todo cambiaría, en segundos. Autopista México-Puebla; íbamos de vuelta a casa, catorce, tal vez quince kilómetros antes de la caseta. Nos esperaban, a unos novia, a otros esposa, padres, hijos, pero una voluntad ajena impidió que ese domingo fuera como los anteriores. La camioneta perdió el control, giramos en trompos, hasta el carril de sentido contrario, gritos de pánico, luego, silencio durante la caída al precipicio. Han pasado doce meses desde que alguien mucho más poderoso que cualquier ser humano decidió darnos otra oportunidad a los seis que libramos esa prueba. El séptimo ya no está aquí, claro que lo recuerdo. Juan Carlos. De su rostro brotaba un sufrimiento inexplicable, una mirada imposible de erradicar, no obstante mi esfuerzo por un pronto olvido; trato de borrar de la memoria las últimas palabras que le escuché, pero me siguen despertando algunas noches “Por favor, ayuda, Luis, me duele, me duele…”. Tampoco he podido desvanecer la escena donde vi la cabeza de Nacho a milímetros de un filo de roca, él estaba inconsciente; gracias a esa distancia infinitesimal permanece entre nosotros, sentí un gran alivio cuando logré despertarlo y saber que seguía con vida. El semblante de impotencia en Areisha, preocupada por sus herramientas de trabajo, por sus documentos, como fuga involuntaria del horror que la envolvía, no era para menos toda la sangre derramada en el mismo suelo empapado por esa primera lluvia que provocó la pérdida de control veinte o treinta metros arriba; el peso de la impotencia nos tenía allá abajo, en espera de auxilio. El policía federal llegó, y los únicos dos que todavía caminábamos le suplicamos “ayuda, por favor”, al mismo tiempo, con la atención puesta en los bienes de los demás, que, sin poder ver el paisaje desolador, se afligían por su pluma “Mont-Blanc”, o por sus “lentes oscuros”. Roger pidiéndome que dejara de preocuparme. Lorca, desesperado, gritaba “tengo una fractura expuesta”, Galindo no articulaba palabra alguna, su rostro sangrado ante el volante, el tórax deshecho. Algo empañó aún más nuestra vista, nublada por el desconcierto y un chubasco incesante: no nos salvamos de los pseudo-voluntarios, bajo la máscara de una desinteresada solidaridad con quienes están en desgracia aparecen los carroñeros; eso provoca este mundo lleno de ambiciones banales.
Rescatar, en gerundio. Los paramédicos, el malacate mecánico que arrastraba las camillas a lo largo del barranco, el primer helicóptero. Luego, cuando pregunté a dónde nos llevarían, un policía dijo que al hospital de Chalco, otro que al Dalinde, pero nadie me daba respuesta de qué era de Juan Carlos en la ambulancia, absolutamente nadie. La historia podría extenderse muchas páginas más, ya no quiero seguir con esto. Luego escuché cosas, o tal vez las imaginé, con Valium en el suero, luego Prozac, podría haber inventado cualquier cosa, mi cerebro parecía un mecano desarmado. Que si la empresa debía despedir al que autorizaba el pago para cambiar las llantas ultra-lisas de la camioneta, que si nadie le dijo que estaban así de lisas, que si demandamos a Capufe, que fue culpa de… no importa, al menos ahora que todos los accidentados “están bien”, ya no debe de importarle a nadie. No sé si sea cierto que todos estamos bien. Tengo mis dudas. Por supesto que desde entonces estoy agradecido, infinitamente, con quien ayudó, pero también he borrado de mi memoria a quien sólo se limitó a cuidar su trasero… suena fuerte, pero en ciertas circunstancias es mejor decir lo que uno piensa. Desde esa tarde, no han sido pocas las veces que me he sentido como si el planeta permaneciera estancado en el siglo XIX, como si hubieran vuelto las fábricas que atestiguaron la Revolución Industrial. Creí que era un tema obsoleto, ya superado por la evolución humana. En ocasiones, parecería que los criterios son los mismos, pero la manera de persuadir se ha sofisticado, ahora no se intimida, “se negocia”, “se convence”, “se llega a acuerdos”, “se cierra”.
Olvidar, de eso se trata, de enterrar, de incinerar, como el cuerpo de mi difunto amigo, que ahora es un recuerdo cada vez más remoto, simple materia inerte. El mundo sigue, como si vivir sólo se limitara a los argumentos fáciles y las fórmulas en cinco o diez pasos que proponen los libros de self-help, me sorprende cuánta gente adquiere esas publicaciones con la esperanza de encontrar ahí algún hechizo para simplificar sus males, simples aspirinas espirituales, nunca el tratamiento adecuado.
¿Si en vez de buscar culpables, se ubicara la atención en desentrañar la causas objetivas? Pero, entonces ¿por qué ahora me siento un individuo gris, plano, nulo, si siempre había sido un tipo entusiasta, alegre, escandaloso, ocurrente, latoso, molón, arriesgado? Antes protagonista, hoy casi un cero a la izquierda. El antes y el después. Estos últimos meses no han sido sencillos, mi rendimiento físico y mental ha disminuído de manera notable, muchos planes han cambiado, la mente tarda en responderme, como si tuviera una tara de nacimiento, la conciencia a veces me traiciona, pero hacia fuera uno queda como idota, como débil, como un mediocre que no vale nada por que sus resultados dan pena. Desde entonces ya nada es igual. Ojalá todo vuelva a ser como antes, pronto; extraño mucho al tipo que a diario veía frente al espejo antes del 23 de abril de 2006, en verdad, quiero encontrarlo de nuevo. Díganme por favor a dónde lo guardaron, espero que no se lo hayan robado los tipos del helicóptero, los de la ambulancia. Urge encontrarlo y reunirlo con el cuerpo que lo ha abandonado desde entonces.

martes, 3 de abril de 2007

Jasper Johns, Petróleo y Walt Disney

por Luillo
En la primera mitad de los años ochenta, cuando Walt Disney Productions pasaba su peor momento como empresa con fines de lucro, el magnate petrolero de Houston, Syd Bass, uno de los hombres más poderosos en el consejo de accionistas de la propietaria del ratón amanerado, dio el espaldarazo a Michael Eisner para que sustituyera al gris y mediocre Roy Disney (sobrino del Walt fundador) al frente de la organización. No hace falta comentar los resultados abrumadores que Eisner entregó durante su gestión como C.E.O. (manda-más, pues), cargo que alcanzó luego de haber sido gerente de producción en Paramount Pictures y hacer de Saturday Night Fever un éxito en taquilla. De origen judío, Eisner fue quien posicionó a la empresa entre las grandes de Hollywood, sitio que nunca alcanzó su fundador en vida, con un dato aún más irónico, pues Mr. Walt era un antisemita en toda la extensión de la palabra. La anécdota, que es eso y no más, se refiere a la visita que el entonces joven ejecutivo realizó a las las lujosísimas oficinas en Houston de Syd Bass, para entrevistarse con él. Luego de haber observado el lugar, Eisner aduló al viejo petrolero texano por su buen gusto en cuanto al arte, haciendo hincapié en las obras de Jasper Johns (Augusta, Georgia, 1930), el artista plástico estadounidense más cotizado del siglo XX. Se dice que ese comentario terminó inclinando la balanza a favor del joven ejecutivo contra su oponente, del cual nunca se ha hablado más, pero se rumora que también llevaba el apellido Disney. Es de todos conocido el resurgimiento que experimentó el conglomerado de entretenimiento y turismo más importante de la orbe durante la segunda mitad de los años 80 y toda la década de los 90. Tal compañía que, casi desde su fundación, se ha caracterizado por la múltiple moral (doble sería insuficiente) podría tener un porcentaje de deuda económica con un artista plástico que más allá de estar perdidamente enamorado del sueño americano, es un crítico agudo de la sociedad en la que vive. Johns presenta en sus obras rasgos de una acidez desquiciante para una época (década de los 50) en la que el sarcasmo descarado no era tan constante como lo es ahora. Su talento, ingenio y férrea personalidad lo llevaron a convertirse en un estandarte de las artes plásticas estadounidenses, al grado de conseguir que sus piezas alcancen precios propios de obras que hicieran en el pasado grandes maestros muertos -acudiendo al lenguaje de la economía de mercado podría asignárseles el apodo de “bien Giffen"(1). Johns es un hombre que, si algún día se lo propusiera, podría llenar bolsitas de poliuretano con materia fecal (el “sic” sólo aplicaría para México) y en poco tiempo lograr que más de un ingenuo lo colocase en la sala de su casa sobre un vistoso pedestal de mármol o madera exótica del Amazonas. Dado el caso, esa misma materia fue la que terminó proyectándose en las pantallas de miles de cines desde que el éxito ¿Quién engañó a Roger Rabbit? abriera las puertas a Eisner para que pudiera ejecutar prácticamente cualquier capricho en la empresa que preside. Si se quisiera saber más al respecto, bastaría leer los artículos que durante los años ochenta publicó en Businessweek su prestigiado columnista Ron Grover(2).
No ha sido fácil conseguir alguna foto de la piezas colgadas en las oficinas de Syd Bass, y dudo mucho que lo sea en el futuro, pero habremos de conformarnos con algo más de Jasper Johns que a continuación se comparte con los lectores.

(1) Bien Giffen: Un tipo de bien que contradice la teoría económica de mercado, pues su demanda aumenta en la medida que el precio es mayor.El caso es constante en algunos bienes de lujo, como ciertos perfumes y licores.

(2)Ron Grover, colaborador de Businessweek, es autor del Libro "The Disney Touch".

LA BEBA DE BRÚSEL

por © Luis Mario Aguilera S. , México 11 de octubre de 2006
Historia por entregas
1ª Parte
El apetito de la mascota que refugiaba en la tina no tenía llenadera y, en poco tiempo, los hedores por el exceso de pescado habrían alcanzado al rincón más clandestino del nuevo loft, minimalísticamente simétrico, sí, pero con una ventilación casi anulada debido a la exigencia de ese diseño arquitectónico, diantres, tan vanguardista, ni Warhol se lo hubiese imaginado, y menos que un día se iban a construir apartamentos en serie bajo su nunca patentado concepto “bodega de barrio de industrias” acondicionada para uso habitacional.
Por más fuerte que el microcomponente esparciese un lounge asiático recién lanzado desde Tokio para el mercado global, la molestia olfativa se intensificaba, y ni cómo hacer correr el aire a esa hora en que varios automóviles quemaban combustible ante el semáforo cuya prioridad era la otra avenida. Brúsel, sin embargo, se negaba a deshacerse de su nueva amiga, que no era un león marino, sino una foca, de cola a cabeza, con todo el encanto que hace fascinantes a los demás seres de esa especie para los niños cuando asisten a un acuario y les aplauden al verlos dominar balones con la punta de la embigotada nariz. En el momento adecuado se detallará cómo llegó el animal hasta el baño de aquél recinto, así que por ahora centraremos la atención en el instante crucial, pues Brúsel Roo, disyuntivadísimo, de plano giró la rosca del Tanqueray Gin y directo de la botella dio un trago para alivianarse ante el escenario instantáneo que de pronto vislumbraba tres caminos a seguir, como si fuera prueba psicométrica de opción múltiple, caray, hacía cuántos años que contestó una mafufada así, y por salir bien librado en vez de irse de vago un año o más tuvo que entrar a la universidad, chutarse nueve semestres para que su papá siguiera procurándole metálico. Bueno, ya graduado resistió dos sexenios de partirse la cresta, ahora todo un flamante diseñador industrial, con despacho hi-tech en suburbio chiquiti-guau, cocteles desde el miércoles, auto importado, novias, amigas, buena vida, y una foca en la tina. Como ladridos, son como ladridos, le dijo una vecina que se apersonó ante su puerta con la pregunta de qué era ese ruido tan raro, parecía un perro enfermo, pero sonaba muy fuerte. Qué raro, le respondió Brúsel, sin desatorar la cadenita, asomado por entre el marco. Oye, vecino, ¿te gustan los mariscos? No tanto. Es que de tu casa viene el olor a pescado, si quieres te ayudo a cocinar para explicarte cómo evitar que huela. No, gracias, fue un descuido, respondió él. De haber sido guapa ella, la historia habría sufrido un giro; nada de eso. La mañana siguiente, sábado, Brúsel volvió del mercado de La Viga con una cubeta llena de mojarras, meros y guachinangos, pues el arenque, la caballa, la bacaladilla y los calamares resultaban casi tan costosos como el flete de la foca desde San Francisco, California. El interior del auto se impregnó del olor. Ni ganas de un Vuelve-a-la-vida. Brúsel siguió pensando más cosas mientras arrojaba alimento al hocico de su acompañante, había que bautizarla, en eso centraba la calibración de sus ideas, le urgía escoger un nombre adecuado. Si había sido rescatada meses antes en el pasto del parque público de Baker Beach la tarde que el grupo de budistas sanga “Living Compassion” estaban reunidos en el evento anual para su caminata sobre el Golden Gate con la que buscaban juntar fondos para el proyecto de Niños Africanos Vulnerables (AVCP), no iba a ser prudente ponerle un apelativo que pareciera mascota ordinaria. Fue uno de los monjes quien vio a la foca, pero una ambientalista radical que comulga con ese grupo religioso tomó la responsabilidad del animal y, meses después, cuando en un aeropuerto conoció a Brúsel, consideró a través de vibras, chakras, energía pues, que él sería la persona indicada para cuidar del animal.
Betún, mñmñmh, poco original, algo que fuese más acertado, claro, claro, en la prepa Genoveva Quintana, la morena bigotona, caderonamente guanga, la Veva, no, la Beba, así, para no ofender, pero si Andrea venía a verlo iba a darse cuenta en Fa por qué le había puesto ese nombre al animal, ellas seguían viéndose, y la gorda ahora estaba a cargo de una dirección de finanzas en Procter o Alestra o Nestlé o Bimbo, o Unilever yo no sé, ya ves, las empresas se piratean ejecutivos, la gordis es buenaza, y eso que tiene una imagen horrible, no se ha arreglado los dientes, y su ropa, ay Brúsel, te juro que se viste medio feito, pero dime, ¿por qué huele a fish tu casa? No sé, Ágata, así huele aquí. La mujer dejó hundir su humanidad en el puffy-sofá, se cruzó de piernas y le dijo: pues múdate, o reclámale al que te vendió el depa, huele horroroso; ¿me dejas pasar al baño? … ¡güey, no mames, tienes una foca en la tina!; está súper chido. Cálmate, Ágata, le respondió nuestro héroe, al tiempo que le hacía llegar un chocolate sugar free a su invitada, mismo que ella guardó en su bolso. Ya sé, querías hacerle como en California, le dijo su amiga, pero Brúsel prefirió no responder. Tras llenar un jaibol con vodka la mujer caminó con el trago por el pasillo de piso laminado, hasta la recámara principal. Pretendía tumbarse sobre la cama, pero hubo algo que no le gustó. Óyeme, cabrón, estos aretes son de Andrea, yo se los regalé el día de su cumple, qué hacen en tu buró.
No tiene caso precisar sobre la discusión, sería bizarro. Como se quedó solo, estuvo mirando a la Beba, con trip-hop de fondo Rome wasn’t built in a day, de repente al ritmo de esa música aventaba un pescadito a la Beba, y la otra, hábil, se lo engullía. Los aletazos sobre la superficie del agua eran esporádicos, lo salpicaban; Brúsel lo sentía gracioso, hasta que una gotita fue a pararle en su ojo izquierdo. Se le irritó. ¿Doctor? Tan pronto colgó, sin cerrar la puerta del baño, la farmacia lo hizo su cliente. Deme unas gotas que no tengan cortisona, por favor. Regresó y la foca ya estaba sobre el tapete persa de la sala.


(continuará)

Reencarnaciones

Les prometí que volvería, y he vuelto:














nosotros también:












Nosotros juramos solemnemente seguir sus pasos:















pues yo ni madres que me regreso,
aunque me regañe mi apá:


Viene por fin la nueva peli

La reseña de cómo escribí la película puede tardar, pero hoy comparto mi felicidad con la banda, amigos, desconocidos, admiradoras, fans, hekzétera. El pasado viernes 30 de marzo (2007), la casa productora con la que recién tuve tratos recibió la documentación para iniciar trámites de financiamiento para mi Opera-Prima. Creo que eso de ser Guionista de Cine profesional está cada vez más cerca. Por fin, ahora sí va en serio, luego de no pocos meses de trabajo arduo, un accidente de carretera que casi me manda en pijama de madera al sótano, ah, también de haber roto los corazones de dos que tres chicuelas, suturar las heridas del mío a causa de una "beiby" de Zürich, mhh, salvo eso todo lo demás en orden. Es mejor decir: en desorden, si no, cómo diablos escribe uno; las vidas aburridas nada aportan a la creación literaria ni al cine. Para adelantar un poco, he de decirles sobre la historia que filmaremos. Se trata de un thriller, que más huele a horror japonés por la presencia de un ser "sobrenatural". A la usanza de los magos de fiesta infantil capitalina en los años setenta, sólo resta decirles: chan-chan-chan-chan.

El helicóptero

En octubre de 2003 por vez primera supe lo que era el miedo, el de verdad. Hace unos días, cuando revisaba el Google-Earth para elaborar una ruta de viaje, me encontré con la fotografía de un helicóptero que cayó en el estacionamiento del restaurante Un lugar de la Mancha. Esa tarde ahí comí, o sea, el accidente ocurrió a centímetros de mi cráneo. Por la noche me enteré que Paco Queipo, un cineasta, había fallecido en el percance. Esa misma semana un helicóptero del ejército invasor estadounidense había sido derribado en Irak y, lo más raro, ese mismo día, en Sudán, se estrelló un helicóptero que trasladaba personas heridas de un accidente carretero. El jueves 29, sin saber todavía de los percances ocurridos en Africa y Medio Oriente, escribí la anécdota que viví en carne propia y la envié por e-mail a mis amigos; ya han pasado más de dos años, pero debido a la coincidencia de tres accidentes en la misma semana reproduzco lo que sucedió aquella vez.

Mi cabeza estaba como a diez metros de donde fue el madrazo. Si tomamos en cuenta que el objeto recién caído era un helicóptero de cinco plazas, la preocupación, al parecer, toma una forma digamos, más sólida, sobre todo por aquello de las explosiones.

Saben ustedes que yo trabajo en un edificio ubicado sobre Prado Norte, en Lomas de Chapultepec. El miércoles 29 de octubre tenía unos cuantos pendientes, así que aproveché el tiempo que tomo de comida para ir al correo y luego al banco. Esos dos trámites se prolongaron (sobre todo en el %&$#* Bancomer, que desde la fusión con BBVA parece haber regresado a la antigua e ineficiente colonia española). Generalmente salgo a comer con un par de colegas, nos tomamos dos horas aproximadamente antes de volver al trabajo. Sin embargo, desde el lunes pasado (27 de octubre), uno de ellos renunció a la empresa, pues le otorgaron una beca para estudiar en el extranjero; mi otro amigo salió de la ciudad el martes, debía resolver asuntos en uno de los hoteles que tiene la compañía en Acapulco. Entonces ayer no me quedó otra más que comer de a “solín”.

Así las cosas, en vez de irme para algún changarro de Polankstein, regresé a un restoransillo-con-librería que está a veinte pasos de mi ofna. El establecimiento cuenta con una terracita pispireta donde se come a gusto, y por las tardes es posible encontrarse con unas cuantas mesas que ocupan Anáhuac o Regina girls (para no caer en guadalupeloaecismos). Serían las 3:40 pm y en vez de ordenar al mesero la bagette Don Galaor que pido cuando como ahí, escogí una de Lomo Canadiense con queso derretido. Realmente esto sería trivial, de no ser porque mi cambio de parecer en el capricho alimenticio tomó diez minutos más en la cocina. Solamente me comí la mitad del saNGÜichote, por eso le pedí al mesero que me pusiera la otra mitad en una cajita “para llevar” (de que la tiraran a la basura…) y durante el trámite ese hombre me sirvió una taza de descafeinado. Mientras preparaban mi cuenta tomé un libro: Lo negro de las marcas, Nike, Unilever, Wal-Mart et. al., de Editorial Sudamericana. El mesero me llevó la nota y pagué. Como me faltaba media taza de café, seguí leyendo un rato más. Estaba consternado: leía una sección donde se habla de cómo explotan a la gente en los países asiáticos para la fabricación de muñecos Disney cuando escuché un golpe inusual. Lo primero que pasó por mi mente fue, “Ya chocaron otra vez”, y seguí en mi lectura, recordando cuántas veces por semana se escuchan rechinidos en la esquina que forman las calles Volcán y Prado Norte, precediendo al encontronazo de carrocerías. No había terminado de lucubrar la idea cuando alguien gritó “¡Se cayó un helicóptero!”, y volví a pensar “qué mal pedo”. Entonces alguien más exclamó “aquí, en el estacionamiento”. Patas pa’ qué las quiero, salí en …inga, pensando “madres, y si explota esto… la cocina… no mames… los coches, la gasolina, ya valió madre”.
En cuanto salí al camellón (arbolado, bien bonito me cae), comenzó el mitote. Caminé los veinte o veinticinco pasos hacia el edificio donde trabajo. Estaban asomados por la ventana algunos colaboradores de ahí. Les grité, “sálganse, se cayó un helicóptero”. Los estúpidos “¿cómo crees?” de unas cuantas viejas se repitió como seis o siete veces, pero finalmente se salieron. El sentido común dictaba que era necesario desalojar el área, pues el estacionamiento del restaurante y la parte posterior del citado edificio están separados apenas por el patio trasero de otra casa. O sea, el helicóptero estaba tirado a unos diez metros del despacho del vicepresidente de la compañía.
Volví al camellón y se rumoraba “no explotó”. Entré al restaurante y ahí estaba la bolsa de papel con mi media bagette. Pero el mesero no podía atenderme pues discutía con dos comensales idiotas que le exigían “entonces qué vamos a comer”. El hombre les explicaba “señores, entiendan, está un helicóptero tirado aquí atrás”, “me vale madres, yo no he comido. ¿O qué? ¿Sacamos los platos y comemos en el camellón?” El mesero se despidió de mí con una sonrisa nerviosa (no era para menos) y me agradeció la propina. Yo volví a salir y para ese momento la multitud había crecido. Un grupo de niñas de la escuela de ballet, que está al otro lado del restaurante, salieron en orden no corro, no grito, no empujo, y se sentaron en el pasto. Tendrían entre cinco y ocho años. Una comenzó a llorar, luego otra y así se desencadenó el lloriqueo. Los más chismosos del edificio donde trabajo fueron a registrar los hechos. Volvieron segundos después diciendo “no, no era Carlos Peralta, su hermana lo acaba de confirmar... no frieges, llegó llorando la pobre".

Si bien los capitalinos estamos relativamente preparados para las contingencias (los terremotos de algo nos han servido), el accidente de un helicóptero es bastante extraño, y la reacción para hacer lo pertinente fue pausada, lenta. La primera ambulancia tardó en llegar unos quince minutos, por el tráfico. El despliegue de judiciales no podía faltar, recordemos, el incidente fue en Las Lomas.
Subí al edificio y cerré mi despacho. Estaba temblando. Escuchaba los típicos, “güey, estás pálido”, “cómete un pan” y todo eso relativo a los sustos. Durante el camino de regreso a casa, en la radio decía el reportero “amable auditorio, le informo que al cinco para las cinco un helicóptero…”, no mamen, eso fue antes de las cuatro y media. Así es como estamos veraz y oportunamente bien informados.
No sé si fue Arne Aus Denmother fucker (delegado de Miguel Hidalgo) o Rosario Robles o quién demonios, pero el caso es que se autorizó un helipuerto sobre la ridícula altura de un edificio de cinco pisos, exactamente en la misma zona donde abundan oficinas y todavía subsisten algunas casas habitación. La vanidad por lo visto no es cosa de risa, “¡qué oso, cómo crees que voy a andar en coche!”
Imagino qué habría pasado si el viento hubiese soplado en dirección contraria y el helicóptero en vez de caer sobre cinco o seis coches estacionados, se hubiese desplomado en la terraza del resaurante. Tal vez ninguno de ustedes hubiera podido leer esto.(Hasta aquí el texto de octubre de 2003).

¿Faulkner o Faulkner?

ABSALÓN, ABSALÓN
no words, mhhh.
William y Lisa